Las manecillas del reloj señalaban casi las cinco de la
tarde; mi mujer y yo nos encontrábamos junto a una pequeña mesa que teníamos en
la cocina de nuestra antigua casa, la cual habíamos estado decorando para
alegrarnos un poco más la vida; era una sombría tarde de fines de mayo, que nos
invitaba luego del trabajo a tomarnos una taza de té. Patricia, mi esposa, lo
sirvió pausadamente, con la mirada perdida en su pensamiento, sombría como
aquella fría tarde otoñal. Su rostro
melancólico reflejaba una enorme tristeza, y no era para menos, puesto que había perdido a su
padre unos pocos días antes, tras una larga y penosa enfermedad.
Patricia, al verter el té sobre mi taza, se inclinó
lentamente para hacerlo, inconscientemente y, al mismo tiempo, cayó dentro de
la suya una luminosa lágrima que había escurrido por su mejilla desde sus
húmedos ojos llenos de congoja, el chispeante brillo de la luz artificial
reflejada en su lágrima al caer, hizo percatarme de tal situación y hacerle
notar lo ocurrido e intentar, al mismo tiempo, cambiar su vasija, ella se negó
sorprendida ante mi actitud y al preguntarle por qué lo hacía, en forma
espontánea, suave y natural, como la brisa que susurraba entre los árboles y
las flores del jardín, bosquejando una leve sonrisa entre su pena, me dijo con
firmeza: "¡No, no importa... déjala! Beberé en ella mi propio dolor".
Al instante, una mirada electrizante se cruzó entre nosotros, similar a cuando
nace un amor a primera vista; en una transmisión de pensamiento, nos dijimos
muchas cosas sin modular una sola palabra, nos quedamos mirando extasiados,
perplejos por algunos segundos, impávidos e inmóviles, tal fue nuestro asombro,
que nuestra pena fue transformada en alegría en un solo instante, tras la
enorme envergadura de lo que nuestra intuición nos anunciaba como un gran
descubrimiento, una gran revelación. En esos breves segundos, ella relacionó su
lágrima con la suave gota de rocío que escurre por los húmedos pétalos del
capullo de una flor en madrugada, la cual trae impregnada toda la sensible y
etérea vibración que el doctor Bach utilizaba para sus tratamientos florales y
en los cuales Patricia se había interesado para amainar su pena y yo, como
homeópata, inmediatamente lo asocié con el similium más perfecto, aquel
medicamento personal, propio, intransferible y único, con el cual Hahnemann
siempre soñó y buscó afanosamente hasta el cansancio en todo tipo de elementos
en la Tierra, sin sospechar siquiera que estaba tan cerca y que viene desde dentro
de nosotros mismos, producto de la fabulosa maquinaria humana, la cual elabora
a la perfección todos los elementos destinados a la recuperación integral de
nuestra salud.
Mi esposa y yo pensamos al unísono que en esa gota de
lágrima, en ese rocío humano, debía venir impregnado, de alguna forma
misteriosa, el medicamento más eficaz para la raza humana, el más sutil,
maravilloso y perfecto y que el propio organismo nos entrega, en la dosis
justa, precisa y necesaria, para hacer crecer nuestra consciencia aletargada y
curar toda enfermedad, toda la pena, toda la amargura, todo el dolor, todo el
sufrimiento de aquellos íntimos sentimientos que lo hacen brotar y que son, en
el fondo, las verdaderas causas y la raíz misma de todas nuestras enfermedades,
producto de todos nuestros absurdos temores que siempre nos han embargado.
Instantes después, mi esposa trató de hablar, mas yo la hice
callar, ahogando sus palabras con mis dedos sobre sus humedecidos labios. No me
digas nada -le pedí en un susurro que se atoraba en mi garganta-. Sé en lo que
estás pensando -agregué, con la voz entrecortada por la emoción y la dicha-, en
lo que hemos descubierto, ¿verdad?... Ella enmudecida afirmó con su cabeza y
con sus ojos fijos en los míos, murmuró suavemente: "... en ella viene la
solución a los problemas del hombre". Nos abrazamos y lloramos juntos sin
hablar, esta vez en una mezcla de sentimientos encontrados, pena, tristeza,
alegría, felicidad y principalmente asombro, pues sentimos esa sensación en
nuestro cuerpo, ese latir del corazón apresurado, que golpea con fuerza nuestro
interior, estimulado por la alegría que nos pone en comunicación con nuestro
verdadero ser y que casi nos hace desfallecer de emoción, esa emoción que sólo se siente ante la certeza, cuando la
fe nos dice internamente, a través del gozo que provoca la intuición, que se ha
conocido una verdad, que se nos ha entregado una gran revelación. Un verdadero
milagro para todos los seres humanos de la Tierra, que nos llenó de alegría,
gozo y felicidad.
La esperanza en un mundo mejor inmediatamente formó parte de
nosotros, habíamos sido conmovidos ante tal inesperada circunstancia
reveladora, y es el motivo del título de mi primer libro.
Recuerdo aquel día, que hasta la hora del té había sido de
tristezas, pena y llanto, por la pérdida de un ser querido; mi mujer dejó
misteriosamente de llorar, adquirimos una nueva consciencia de la muerte y
llenos de alegría celebramos nuestro descubrimiento, tomando, al mismo tiempo,
la decisión de transmitirlo a través de un libro, para que todo el mundo pueda
disfrutar de plena salud y darnos cuenta de que es completamente distinta a lo
que hasta ahora hemos creído que es ella.
Una historia
simple, para algo simple y natural como es nuestro propio llanto y sus
lágrimas, que ha acompañado a la humanidad desde que en el hombre y en la mujer
aparecieron todo tipo de enfermedades, de dolor, penas y sufrimiento, al perder
su consciencia divina.
Desde aquel día, Patricia y yo tomamos la costumbre de beber nuestras propias lágrimas y enseñamos a
nuestros hijos a hacerlo cada vez que lloran: es increíble el cambio que se
produce, hay una transformación muchas veces instantánea, como lo que sucedió
con Patricia en aquella oportunidad; es más, a muchas personas a las que les
hemos aconsejado que beban sus lágrimas nos han comentado luego que, en cuanto
las beben, no pueden seguir llorando y rápidamente desaparece la causa de su
llanto, sólo deseamos que usted también lo practique conscientemente, para que
obtenga sus verdaderos efectos sanadores.
Hugo Fuchslocher Salgado
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